Yoga e identidad: la creación del ego

El ego es una arquitectura sutil, una forma ilusoria que el ser humano construye para orientarse en el laberinto de la existencia. Es el reflejo que creemos ser cuando miramos hacia el agua de la mente, pero que se desvanece apenas tocamos su superficie. En las antiguas escrituras del yoga, el ego —ahamkāra— es descrito como la fuerza que dice “yo soy”, pero también como la barrera que nos separa del infinito. Surge cuando la conciencia pura, inmóvil y luminosa, se identifica con la forma, con el cuerpo, con la historia, con la idea. Es el acto creativo y a la vez el velo: el alma soñándose a sí misma como individuo.

El ego es la arquitectura invisible del yo, la trama donde la conciencia se reviste de forma para poder experimentarse a sí misma. En el lenguaje del yoga, se llama ahamkāra, el principio que declara “yo soy” y, al hacerlo, delimita la vasta infinitud del Ser en la estrecha frontera de una identidad. Es la primera fractura del Uno en la multiplicidad, el espejo que refleja la luz del espíritu pero la confunde con la imagen.

En la práctica del yoga, el cuerpo se convierte en un laboratorio de percepción. Cada respiración es un hilo que une el espíritu con la materia; cada postura es una metáfora de la unión y la disolución. A través del movimiento consciente, la mente se enfrenta a su propio tejido: los pensamientos, las emociones, los deseos, los miedos. Así, el yogui observa cómo el ego se revela, se defiende, se expande y se contrae, tratando de sostener su frágil identidad. Pero en la quietud del āsana, en el silencio que sigue al prāṇāyāma, el yo empieza a disolverse, como niebla ante el sol del Ser.

Desde una mirada científica, el ego podría entenderse como una función adaptativa del cerebro: un sistema de procesamiento de información que mantiene la coherencia del “yo” en el tiempo. La neurociencia revela que el sentido de identidad emerge de la integración de redes neuronales distribuidas, especialmente en la corteza prefrontal y el sistema límbico. Sin embargo, el yoga va más allá de la biología: no busca destruir el ego, sino trascenderlo, comprender su origen y su propósito. Porque sin ego no habría aprendizaje, ni arte, ni búsqueda espiritual. El ego es la herramienta con la que la conciencia juega a descubrirse.

El misterio yace en la alquimia interior: cómo pasar del “yo soy esto” al “yo soy”. Cuando el practicante se sumerge profundamente en el samādhi, el ego se disuelve, pero no muere; se transforma en transparencia. El yo deja de ser prisión y se convierte en canal. Entonces, la identidad ya no es una máscara, sino una ofrenda: la danza de la conciencia manifestándose en forma humana.

El yoga, en su esencia más pura, no te pide que renuncies al ego, sino que lo conozcas hasta su raíz. Porque solo al observar la ilusión con ojos despiertos, la ilusión revela su verdad. En ese instante, el buscador descubre que nunca fue el personaje, sino la conciencia que lo soñaba. Y en ese reconocimiento —profundo, silencioso, abismal— el ego deja de ser enemigo y se convierte en el portal hacia lo eterno.

El ego se crea, sí, pero también puede ser redimido. El yoga es la ciencia de esa redención: el arte de recordar quiénes somos antes del nombre, antes del pensamiento, antes del yo.

El ser humano vive suspendido entre dos polos: el infinito que lo habita y la forma que lo contiene. En esa tensión nace la identidad experiencial —la sensación viva y momentánea de ser— y la identidad narrativa —la historia que tejemos con los hilos de la memoria y la proyección. La primera es pura presencia, una corriente sensorial y emocional que surge del sistema nervioso al integrar percepción y emoción; la segunda es el relato que la mente elabora para sostener continuidad, un mecanismo cognitivo de coherencia. Ambas están moduladas por redes neuronales interdependientes: la red por defecto, que genera la autohistoria, y la red de saliencia, que filtra la experiencia directa del presente. El yoga, con su precisión ancestral, apunta al mismo fenómeno que hoy la neurociencia apenas empieza a vislumbrar: que la identidad es una construcción dinámica, no una esencia.

En el interior de esa construcción habitan los siete poseedores: siete identidades simbólicas que moldean, condicionan y a menudo gobiernan nuestra vida.
 1. El poseedor del cuerpo, que se identifica con la forma y teme la pérdida.
 2. El poseedor de la mente, que se apega a las ideas y busca tener razón.
 3. El poseedor de la emoción, que se aferra al placer y evita el dolor.
 4. El poseedor del rol, que se confunde con su máscara social.
 5. El poseedor del tiempo, que se cree su pasado y su futuro.
 6. El poseedor del conocimiento, que busca control mediante la comprensión.
 7. El poseedor del poder, que desea dominar o ser reconocido.

Estos siete “poseedores” son los guardianes del ego, pero también sus carceleros. A través de ellos el asmita —la identificación— se fortalece, dando lugar a los tres grandes venenos de la mente: el apego (rāga), el odio (dveṣa) y el miedo (abhini­veśa). Cada uno nace del mismo error primordial: creer que somos la identidad en lugar de la conciencia que la observa.

El yoga no busca destruir el ego, sino liberar la conciencia de las identidades distorsionadas, rígidas y contraproducentes que condicionan nuestra percepción del mundo. En el tapete, a través del āsana y el prāṇāyāma, aprendemos a observar cómo el sistema nervioso traduce cada pensamiento en tensión, cada emoción en respiración, cada recuerdo en postura. Cuando el cuerpo se calma, la mente se revela; cuando la mente se aquieta, la identidad se abre como un velo. Entonces el ego se muestra no como enemigo, sino como herramienta: un instrumento que, al ser afinado, puede resonar con el alma.

La contemplación del sankalpa —la semilla de intención consciente— es una práctica tradicional para reordenar esta relación entre identidad y espíritu. El sankalpa no es un deseo común, sino un recordatorio vibrante del propósito esencial del alma. Al meditar sobre él, la mente abandona las narrativas limitantes y el sistema nervioso se sintoniza con una dirección más coherente, más alineada con la verdad interior. En ese espacio, la identidad deja de ser máscara y se convierte en vehículo sagrado del despertar.

La libertad no consiste en anular el yo, sino en reconocerlo como manifestación transitoria de la conciencia. El ego es un acto creativo de la mente cósmica: una ola que se levanta del océano del Ser para poder saberse movimiento. La práctica del yoga nos enseña a cabalgar esa ola sin perdernos en su espuma, a recordar el océano en medio del oleaje.

Cuando comprendemos esto, la identidad deja de poseernos.
Entonces, el asmita se disuelve en la luz del testigo, el miedo se funde en presencia, y el sankalpa florece como expresión pura de la voluntad divina.
En ese instante, el buscador no busca más: se sabe totalidad encarnada.

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